Musicalizaban todo el ambiente de Aquel Cruz Grande. Escuchando aquellas melodías, prácticamente se podía saber el estado de ánimo de quién estaba festejando o ahogando sus penas en alguna de las cantinas del pueblo. La primera sinfonola que vi, era una “Wurlitser” y estaba en aquella casa de fresco y amplio corredor, que curiosamente se llamaba “La ciudad de Oviedo” . Esta casa, propiedad de la familia Martinez Molina, estaba al frente de la calle. Era una cantina con mujeres y cantinero para brindar servicio a los parroquianos; también funcionaba como salón de fiestas en las clausuras de fin de cursos de la mítica escuela primaria “Florencio Villarreal”. Atrás de esa casa, un alto y enorme techado de lámina negra de cartón podía mitigar los fuertes rayos del sol. Ese billar- cantina se encontraba en lo que después fue el famoso “salón modelo”, que ubicado en la calle Cuauhtémoc casi esquina con Álvaro Obregón, atendió algunos años nuestra amiga Lupita Rafaela. Capitaneados por mi primo mayor David Bonilla Rodríguez, fuimos a medio día (con la protección de algún adulto mayor) en parvada, a conocer aquel fantástico aparato de sonido que de lejos habíamos visto y que podíamos escuchar a todas horas en donde nos encontráramos. A través del cristal de aquel aparato voluminoso, atisbábamos asombrados, como el brazo mecánico seleccionaba el disco después de haber depositado una gran moneda de plata (con valor de un peso), de aquella década sesentera. Recuerdo que observamos atentamente, cómo un pequeño disco negro de 45 revoluciones por minuto (que tenía la imagen de un perro al pie de un megáfono), fue colocado en su tornamesa para que otro brazo mecánico con aguja magnetofónica se posará sobre él arrancándole sonidos y notas musicales. En aquel disco (aún girando) se podía leer: “El Charro Avitia”. “El perro Negro”. (José Alfredo Jiménez).
En aquellos años había ya muchas sinfonolas. En la calle cinco de febrero se encontraban cuatro o cinco cantinas a las cuales los menores de edad no teníamos acceso. Esos lugares prohibidos para los menores eran verdaderos oasis de placer para los mayores de edad y para aquellos que ya portaban consigo la famosa cartilla del servicio militar (liberada), es decir que acreditaba que el que la presentaba era mayor de edad y había cumplido con el adiestramiento militar. Quien osará visitar esos lugares y era sorprendido por la policía municipal o peor aún, por el rondín militar seguramente la pasaría detenido en la barandilla del ayuntamiento no sin antes ser pateado y golpeado en salva sea la parte por la culata de un mosquetón de los guachos.
En aquella calle barrancosa las jóvenes, (algunas no tanto), se les veía en las puertas de esos antros; con labios pintados, perfumes baratos, faldas cortas y cigarro en la boca. Sugerentes, invitaban a los transeúntes a pasar a interior de sus locales. Las melodías de esas cantinas, tan cerca una de la otra se confundían dado que el volumen de cada sinfonola era a toda su capacidad. En una se escuchaba “amor de la calle” con Chelo Silva; mientras en la otra sonaba con igual fuerza “Sombra Negra” con Aníbal Velázquez. Más al fondo de la misma calle se escuchaban otras sinfonolas, que hacían cantar a Javier Solís con “Las rejas no matan” y a “Los Alegres de Terán” con “Los pilares de la cárcel”.
Así eran las noches de Aquel Cruz Grande, en nuestra casa ya dispuestos a dormir, escuchábamos a lo lejos las desgarradoras canciones de las sinfonolas, imaginando el ambiente de tabaco y cerveza.
Al paso de los años ya en la década de los 70, el restaurante “Katy”, propiedad de la familia Rafaela Delgado, tenía su propia sinfonola : una “Rowe Ami” que a diferencia de las Wurlitzer y Rockola manejaba la fabulosa cantidad de 100 discos a diferencia de las primeras con capacidad sólo para 50 acetatos. Está sinfonola rivalizaba musicalmente con la que manejaba en
nuestro local visitado lo mismo por estudiantes y parroquianos; una Rocola de 50 acetatos de 45 revoluciones por minuto. Mientras que la sinfonola del “Katy” se caracterizaba por tener en su catálogo a Creedence y Beatles; mi sinfonola estaba al día con los éxitos de Los Freddy’s, Solitarios, Terrícolas, etc.
Me encargaba personalmente de programar aquel aparato y en poco tiempo, sin permiso de mi madre, abría y cambiaba a mi criterio los discos que consideraba “a la baja” en popularidad y preferencia de los clientes. Viajaba continuamente al puerto especialmente a comprar las novedades discográficas. Así pues sin proponérmelo me convertí en un disc jockey de mis tiempos y de la juventud de los setenta, ochenta y noventa de Aquel Cruz Grande. (Cheo)