"Con mi pelota de trapo,
jugaba con los muchitos,
timbones y transijaos
así eran mis amiguitos"
"Negrito, Chimeco y feo"
Pépe Ramos.
Cuando en aquellos años una madre veía a alguno de sus hijos triste, sin apetito y con algo de fiebre, no vacilaba: era "empacho". "Tiene lombrices; hay que purgarlo". Esa frase era temida por los chiquillos de Aquel Cruz Grande.
"Está empachado por tanta galleta y no comer memelas"; era otro diagnóstico con que se sentenciaba a la purga con un aceite llamado de "Castor" mezclado en una infusión con agua hervida y caliente que se aplicaba al enfermo en ayunas.
Tormentoso y a la vez inolvidablemente chusco resulta el recuerdo de aquellas mañanas con mi madre hablándome; instruyéndome a despertar completamente para que tomara "El Castor". El ¡no,no,no! suplicante era estéril e inútil. Sujetado por dos mujeres que ayudaban a mi madre en los quehaceres de la casa; ella personalmente con la taza humeante que contenía la purga , me apretaba la nariz para que inevitablemente abriera la boca y bebiera aquella desagradable mezcla caliente que provocaba el vómito sólo con sólo respirarla. Todo era en vano, la falta de oxigeno me obligaba a materialmente tragar aquel líquido espeso de horrible sabor.
¡Glup, glup, glup! y tres tragos gigantes eran suficientes para beber completamente el contenido de la taza.
-Ya, ya , ya te la tomaste ya pasó...-Me decía mi madre a manera de consuelo y me ofrecía la mitad de una naranja "para quitarme el sabor de la purga" que no funcionaba del todo ya que "el castor" se estacionaba en mi estómago y en mi paladar infantil.
Si por desgracia se llegaba a vomitar la purga era peor para el enfermo, inmediatamente se preparaba otra dosis igual y mezclando regaños y exhortos amorosos se invitaba al infante a "ser valiente" y a beber la purga caliente. En un segundo intento, el niño ya retenía el desagradable "atole" intentando (para dejar la tortura), no vomitar, chupándo ávido, la naranja.
-¡Listo! ¿Ya ves? Ahora sí ya, te vas a componer, vas a ver...
Y...sí, efectivamente. A los minutos de haber injerido el brebaje, mi estómago haciendo contorsiones ruidosas me obligaba materialmente a levantarme y auxiliado por mi mamá utilizaba el bazin empezaba otro suplicio: la interminable y agotadora serie impostergable.
Transcurría el día y mi madre sin detener sus actividades se mantenía al tanto de mi estado, entre frases de cariño y advertencias acerca de ya no consumir tanto dulces y galletas avanzaban las horas y al llegar la tarde; ya en franca mejoría, sin fiebre y ya limpio del estómago me ofrecía unas tortillas entomatadas con queso fresco y atole de avena. "El Castor" había funcionado y yo ya estaba en franca recuperación, en dos días todo estaba olvidado, jugaba con mis amigos en la calle, frente a mi casa como si no hubiese estado enfermo.
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