"AQUELLA MAÑANA ROJA"
El sacristán ha visto
hacerse viejo al cura.
El cura ha visto al cabo,
y el cabo al sacristán.
Y mi pueblo después,
vio morir a los tres...
Y me pregunto ¿porqué nacerá gente?
si nacer o morir es indiferente.
Pueblo Blanco.
Joan Manuel Serrat.
10 de Febrero de 1963, Una mañana tranquila. La maestra Marciana Ramírez se preparaba para ir a dar sus clases en la escuela primaria "Josefa O. de Domínguez".
Abrió su puerta, el aire fresco de la mañana cruceña le acarició su rostro moreno. En la mesa rústica de madera humeaba el aromático "Café Tineo" y, junto a aquella taza; una torta de "pan de huevo" horneada una tarde antes por Sadot Orozco, le esperaba. Mientras peinaba sus largos y entrecanos cabellos, a través de su ventana, la maestra observó toda aquella placita risueña. Algunos niños, con sus pies descalzos y uniformes incompletos llegaban en silencio a la escuela. Por la calle principal, vendedoras de flores, limones y plátanos verdes; desfilaban ofreciendo casa por casa y discretamente sus modestas mercancías.
Sí, parecía una mañana tranquila como todas. El sol radiante y victorioso, saludaba pareciendo emerger desde las montañas de Cuautepec. Arriba en "La Loma", la gran cruz de madera, símbolo del pueblo, se erguía majestuosa, como perdonando los pecados; como bendiciendo aquel nuevo amanecer.
Doña Marciana apuraba su café, vio a lo lejos cruzar la calle a "Biche Martha", el peluquero del pueblo que ya había habilitado su sillón de fígaro instalado en el corredor del enorme caserón de teja que albergaba al ayuntamiento; la comandancia de la policía, la escuela primaria y la cárcel municipal, en ese orden. Ya casi era hora de caminar hacia la escuela. Su vecino Pablo Vázquez que regresaba de ayudar en la misa de seis, la saludo con el respeto de siempre.
-¡Buenos días maestra!
-¡Buenos Diás, Pablo…!
Los enormes tamarindos que rodeaban el mercadito parecían más verdes al recibir los primeros rayos de sol; una parvada de zanates se levantó desde una de sus copas, escandalosamente.
Cuidadosamente "Biche Martha", iba rasurando la barba desaliñada de Román Mejía. El barbero sentía que esa mañana iba a ser productiva; otros hombres ya esperaban su turno.
Don Manuel Basabe pasó con rumbo a su zapatería dando lacónicamente su saludo, éste le fue contestado a coro por los Mejías; que sentados donde fuera, esperaban el aseo matinal.
Todo parecía en orden. En su casa "Don Víto Manzo", encendió su potente radio de transistores; se disponía a escuchar las noticias de la RCN de Acapulco y después a las 8, en la hora del almuerzo emocionarse con la novela de Porfirio Cadena, "El Ojo de Vidrio", programa que tenía atrapada a toda la población y los mantenía al pendiente de su trama. Sus inquilinos doña Bella y don Manuel, abrían la puerta de su modesta mercería; en ella había hilos, botones, agujas, aros de madera para bordar; "cancioneros del bajío" , cuadernos grapados de 20 hojas, silabarios y lápices; estos dos últimos artículos eran todo el material escolar que les era solicitado a los padres por doña Marciana para enseñar a leer y escribir a los niños de "Aquel Cruz Grande".
Nada parecía perturbar esa mañana. Todo era igual que todos los amaneceres de un pueblo pobre, al que sólo parecían vestirle ricamente los colores de la flora y la fauna.
De pronto, una lluvia de plomo atravesó la plaza buscando a los Mejías. Aquel sol brillante se tornó de un rojo intenso, casi púrpura. En la silla del peluquero del pueblo, Román Mejía se había quedado con los ojos abiertos, como esperando que Biche terminara de rasurarlo; un hilillo de sangre que descendía de su boca decía que su existencia había terminado.
Sintió algo que le quemaba la pierna derecha, había caído involuntariamente derribado por algo. Al escuchar aquel concierto de balas, se arrastró como pudo hasta protegerse con una guarnición del corredor. No entendía porqué aquellas balas también lo buscaban incesantes. Biche Martha cerró los ojos mientras apretaba con sus manos la pierna que le ardía; el dolor lo hacía sudar copiosamente. Aquellas ráfagas de odio bajaban intensas desde "La patrona", quizá desde las casas que estaban frente a la presidencia. Los zumbidos de otros proyectiles se impactaban en los pilares del corredor, avisándole al barbero que también alguien disparaba desde el fondo de la calle justo atrás del árbol de acacia; cerca de la casa de Don Modesto el reparador de joyas.
En mi casa, a unos pasos de la plaza igual que todos los vecinos, estábamos encerrados.
Mi madre luchaba por cerrar la puerta con nuestra nana Encarnación, que con "la tranca" en la mano, se empeñaba en ver la batalla desde ahí como si se tratara del rodaje de una película.
Aquella mañana roja el color de la muerte pintó de tragedia a Aquel Cruz Grande.
Los Mejía habían sido vencidos una vez más por sus rivales; sus enconados enemigos.
Era una batalla sangrienta, era la lucha por el poder entre dos familias, era "Aquel Cruz Grande"…
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