"Aquel Cruz Grande" (D.R.) 2015.

IDEA,DISEÑO,IMÁGENES, TEXTOS Y REALIZACIÓN:
ELISEO JUÁREZ RODRÍGUEZ.
*Queda prohibida cualquier reproducción total o parcial, del material escrito o gráfico, sin el consentimiento de su editor.
*Derechos Registrados (2015). protegidos a favor del autor.

jueves, 9 de junio de 2016

CHILAPA...

Padre Tino. El rector de internado Morelos de Chilapa. Un buen hombre que intentaba educar y ayudar. Sus esfuerzos por alimentar a 150 niños con una cuota de 150 pesos mensuales fueron en ocasiones, milagrosos.


Pero sé, bien que sé...
que algún día también me moriré.
y si ahora vivo contento con mi suerte,
sabe Dios qué pensaré cuando mi muerte,

¿Cuál será en mi agonía mi balance?
No lo se, nunca estuve en ese trance...

"Qué suerte he tenido de nacer"
Alberto Cortés.


 Chilapa.

No hay nada que nos haga enojar más, que escuchar juicios sobre nuestra vida, por parte de gente que no nos conoce. Es cierto, no nos debe importar el juicio de los demás, si nosotros estámos conscientes de nuestra verdad. Sin embargo; escribo para dejar a los míos y a quién me lea, una pequeña muestra de que no necesariamente se debe delinquir o tirarse a los caminos del mal, pretextando traumas y complejos.

En  los años 80´s, toda una vida de trabajos y sacrificios de mi madre rindió frutos y puso ante nosotros -sus hijos-, todo lo que nos quiso dar siempre. En esos años yo ya frisaba los 30 años y "me desquité" de muchas privaciones de la infancia y juventud; goce la vida de una manera quizá atropellada pero el balance en general, sirve para poder cerrar los ojos con una sonrisa de satisfacción.

Antes de todos esos años de éxito comercial de "doña Ruffus", la vida fue difícil para mi. En 1968 con diez años fui internado en Chilapa, Gro. 
Recuerdo que fue mi madre la que me propuso que me fuera para allá. Lo hizo con la intención de que tuviera las atenciones que ella por su trabajo no podía darme.
  
Creí "divertido"  tener muchos amigos (que igual que yo), estaríamos encerrados pero contentos, (ya que iba a estudiar y a jugar), pero sobre todo iba a tener las atenciones de alimentación, etc, que requería, pues en casa a veces teníamos y -en otras no-, quién se encargara de darnos de comer.

Al llegar ante don Justino Salmerón -el padre Tino-, inmediatamente mi madre, cumplió con los requisitos para ingresarme al internado, pero había un problema: era viernes y no podía quedarme todavía  ya que oficialmente este abría sus puertas hasta el domingo. Mi madre entonces me propuso que me quedara en "El Señorial", -un hotel nuevo en ese entonces-, que era propiedad de una conocida familia chilapeña y, que me presentara (solo), el domingo por la tarde en el internado; acepté sabiendo tal vez que las ocupaciones de mi mamá así lo exigían.

Aprovechamos la tarde del sábado para pasear por las solitarias calles de Chilapa, comimos, y la hora de partir de mi mamá había llegado. 
La acompañé a la terminal de autobuses que por aquellos años estaba a un costado de la catedral, a seis o siete cuadras del hotel donde estábamos hospedados. Eran las siete de la noche. A mi edad no dimensionaba la angustia de ver alejarse a la mujer que me dio la vida y que por años me había cuidado y a la que estaba -y estoy-, tan acostumbrado. 
La vi subir al camión después de abrazarme y darme un beso. El vehículo arrancó y en esos momentos, vi a mi mamá a través del cristal asomarse para verme. Una angustia terrible, me llegó de repente y las lágrimas llegaron irremediablemente al ver que el camión abandonaba el lugar; corrí detrás de el, a lo largo de la avenida hasta que se perdió en la oscuridad del fondo de la calle, gritándole a mi mamá, que ya no me vio.

Aficionado -desde entonces-, a la lectura y al fútbol, quise consolarme comprando un ejemplar de "El Heraldo de México", en un puesto de periódicos. Caminé llorando con rumbo al hotel. Llegué a la administración y pedí la llave de mi cuarto que me parecía más grande y solitario sin la presencia de mi mamá. Me derrumbé en la cama y no apagué la luz por el miedo infantil que todos hemos sentido alguna vez. Sollozando me dormí para despertar quizá dos horas después, aterrado por la oscuridad de la habitación; el dueño del hotel había entrado a apagar la lámpara sin que yo sintiera. No se cuanto tiempo seguí llorando; de pronto aterrado, escuché que unos pasos se acercaban al cuarto y que alguien giraba la perilla de la puerta. Era mi madre que llorando me abrazó. "Me voy a quedar contigo hasta llevarte al internado, me regresé de Tixtla iba pensando que no podía dejarte"- me dijo-. Un inmenso alivio inundo mi corazón de niño por tener conmigo otra vez a mi mamá. Al siguiente día después de comer fui contento de su mano a las puertas del internado y esta vez no sentí la angustia del abandono, pues la ilusión de conocer amigos, jugar futbol y estudiar me llenaban de ánimo; sin saber, sin conocer, lo terrible que es vivir en un encierro en el que viviría las peores hambres, peligros y tristezas que jamás había imaginado.

Recibíamos clases de maestros con evidente formación católica, pero el enfoque de la disciplina en el colegio era con una curiosa tendencia "militarizada". En los desfiles del 16 de septiembre y 20 de noviembre marchabamos con "un rifle o escopeta" de madera, ante el público y la sociedad chilapeña. Recuerdo especialmente a Ricardo "El Monje" mi maestro, un tipo duro y severo que no permitía ningún tipo de relajamiento en el salón. Cuando nos pasaba al pizarrón y no sabíamos resolver algún problema o leer correctamente; nos azotaba con dos tablazos de la culata de la carabina de madera de los desfiles en la parte posterior del muslo; provocándonos un dolor intenso que nos hacía retirarnos cojeando a nuestro lugar. Al salir de clases llegábamos al comedor donde nos servían algún platillo a base de escasa carne y frijoles en raciones pequeñas. Las mesas del comedor eran para ocho o seis chamacos, uno de ellos servía de "mesero" por una semana y -le iba bien pues casi siempre lograba la famosa "repetición" por el hecho de estar en contacto con las cocineras-. Descansábamos un par de horas para regresar a "estudio" y hacer la tarea, después a la seis, saliámos al patio a retozar y jugar. A las ocho de la noche sonaba la campana para cenar un plato de frijoles, té y pan dulce, misma fórmula nos esperaba al otro día en el desayuno en el cual se nos servía café negro.

Hablaba de los peligros a los que se enfrenta un niño en un internado. Nunca vi nada acerca de abuso sexual pero me enteré por medio de otros compañeros, que nuestro prefecto -un aspirante a sacerdote- que en esos tiempos era seminarista y que le llamábamos "Gerson"; al parecer, había violado al menor de todos nosotros; un niño que le decíamos "Nachito Platanares" por ser de un pueblo que al parecer se llamaba "El Platanar", Gro. 
Las peleas y el bulling eran cosa de todos los días en el internado; los más grandes solían pegarles a los más pequeños. En una ocasión el padre Justino me llamó desde el garage de "el palomo" -que así le decíamos a su auto blanco-. Yo jugaba futbol en el patio cuando me gritó enojado: -¡Juárez, venga para acá! Todos sabíamos que cuando el padre Tino llamaba a alguién al garage del "palomo" era para recibir castigo. Obedecí la órden de Justino y caminé hacia la cochera, al entrar lo vi con un cable de luz en la mano temblando de ira. No recuerdo exactamente cuantos azotes me dio porque por vez primera, no atiné a saber el motivo del castigo que me hizo sangrar la espalda. El padre no me dijo la causa, su ira le impedía hablar, sólo recuerdo vagamente una especie de reproche y el nombre de Nachito Platanares que había sido golpeado y quedaba claro que recibió informes erróneos de que había sido yo quién le había pegado.
Con el paso de los años, siendo ya un hombre casado y con hijos pero joven aún, me encontré al Padre Tino aquí en "El Rancho" en una boda de la familia Manzanarez pues él era amigo de Javier quien había estado internado en "el Morelos" y lo invitaba frecuentemente a sus fiestas y eventos. Al verme me reconoció y lo saludé con respeto como siempre. En la conversación personal que tuvimos salió a relucir -a iniciativa mía- los azotes que me había dado. -No le guardo rencor "pather", -le dije-, sólo quiero que sepa que yo fui inocente de esa acusación; jamás le pegué a Nachito.
Con tristeza me dijo que reconocía que había sido injusto, que después, se enteró que el tal Gersón le propinó la golpiza al niño y lo amenazó para que no lo denunciara, gustándole yo para "chivo expiatorio". 
-Perdóname Cheo, has de disculpar, tu sabes que tenía que imponer la disciplina.
-No hay problema pather, -dije sinceramente y de corazón-, abracé a aquel anciano de ojos claros que fue un buen ejemplo para mi a pesar de todo. 
Un día fui con mi familia a visitarlo a su casa de Almolonga y él me regaló su libro de poemas autografiado. Ahí explicó a mi mujer, lo difícil que fue aquel terrible encierro de donde muchos de mis ex-compañeros se hicieron hombres de bien, otros de mucho éxito, pero una gran mayoría optó por el camino del crímen y el narcotráfico, al salir del terrible enclaustramiento de Chilapa...

No hay comentarios:

Publicar un comentario