El primer día de mi vida empezó a las seis de la tarde, a la edad de siete años; un seis de noviembre de 1964. Parado sobre una silla, al rededor de una mesa , me autodedicaba unas palabras de felicitación , frente a la cálida sonrisa de mi madre, el gesto hosco de mi hermano; la curiosidad mi primo David y las arengas para motivarme de mi tío: era mi cumpleaños.
Extrañamente no recuerdo nada acerca de mis primeros años de existencia y creo que ese"don" de olvidar el sufrimiento y los momentos tristes comenzó precisamente en los albores de mi vida. Sólo vagos recuerdos de accidentes por quemaduras de carbón en los piés y un plato de frijoles hirviendo que me cayó accidentalmente en el abdomen; acuden borrosos a mi memoria. Fuera de eso: nada.
Eran los primeros años de Aquel Cruz Grande de los años sesentas. Ese Cruz Grande cuyo latidos se escuchaban más fuertes en el centro de aquella comunidad de tardes silenciosas que se rompían con algunos gritos de los niños jugando o el pac-pac del balón de basquek bol rebotando en la cancha de tierra frente al Ayuntamiento y la escuela primaria.
La modesta miscelánea de doña Ruffus, estaba "surtida" con los básicos, azúcar, aceite, arróz, harina y galletas “Marias” y “Norteñas”. Aquella tiendita que parecía abastecida, en realidad sólo tenía lo poco que la poca clientela de Aquel Cruz Grande demandaba por las frescas mañanas y las nostálgicas tardes en que el sol se despedía para dormir atrás del cerro de Camacho.
En esas tardes desde sus casas, llegaban a nuestra tiendita para adquirir veladoras de papel “la gloria”, petróleo y un "manojo" de zacate para sus borricos y caballos. Pronto, un candil alumbraba entre penumbras los rostros conocidos que acudían a comprar antes de acostarse. Antes de las ocho, mi madre cerraba las puertas, mientras las ondas hertzianas nos trasmitían las emociones de Chucho El Roto en la W.
Antes de las nueve, Aquel Cruz Grande dormía quieto. Alguna noche se escuchaba pasar el motor de un camión de carga pesada, sus luces se colaban por entre las tejas de la casa de adobe alejando momentáneamente la penumbra.
Al amanecer mi madre se levantaba para abrir la tiendita. Una mañana al sentirse mal, le pidió a mi hermano Oscar, que atendiera a la clientela. "Ya estás grande y puedes ayudarme. Yo voy a estar al pendiente, por favor, cuida la tienda".
Mi hermano -con sueño todavía-, fingió obedecer y se colocó detrás del mostrador. Al momento se apareció "Gacha", una señorita de avanzada edad, pidiendo en voz alta que se le atendiera.
-¡Óscara, Óscara! ¡Quiero una tarjetita de café Tineo!
Mi hermano, con más ganas de seguir durmiendo que de vender, le dijo en voz casi imperceptible.
-¡No hay! ¡No hay!
-¡Bueno entonces dame un cuarto de azúcar!
-Tshhhhh! ¡Tampoco hay!
-¿Cómo no va a haber, si de aquí la estoy viendo? ¡Rufi! ¡Óscara no me quier vender!
-Shhhtt... ¡Cállese señora, va a despertar a mi madre que está enferma!
Llegaba el año de 1966, jugando con mis primos frente a la casa, bajo un enorme árbol de acacia que se encontraba a escasos treinta metros de la cancha de Basquek escuche una noticia triste. Un potente receptor de radio de bulbos que se escuchaba claramente hasta fuera de mi casa interrumpió su programación. "Hoy por la mañana falleció el rey del bolero ranchero Javier Solís". Después de dar la funesta nota, se escucharon los primeros acordes de Sombras.
El presidente de Aquel Cruz Grande era el Doctor Humberto Mayo originario de Buenavista, Gro. Él ocupaba la casa de adobe de don Cléofas Pavón que se había ido del pueblo después de los trágicos acontecimientos en que murieron los Mejía. Muy pronto también el médico por razones similares tuvo que dejar Aquel Cruz Grande. Parecía que esa casa sólo estaba esperando a mi familia.
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