I . Polo.
-No pasa nada -me dijo Mauro "Cuca"-. Unos polecias motorizados llegaron a la casa de Florencio Felipe, pero nada qué preocuparse; duérmete Tito.
Le vendí unos alas azules y cerré mi ventana. Eran las 10 de la noche.
Encendí la tele y me dispuse a ver ¡Mala Noche No! con Verónica Castro. En media hora apagué la caja idiota y me acosté. Un sueño placentero se apoderaba de mi pensando en el hermoso rostro de Bertha y sus ojos café, en sus hermosas y torneadas piernas; en aquella breve cintura, en su juventud que había hecho mía. Oí a los perros en la calle, pelear alguna sobra de comida; escuché la lejana carcajada de un borracho en el fondo de la calle de Manuel Basave y me entregué a Morfeo. Afuera, los perredistas del plantón, apagaron sus aparatos de sonido y sus fogatas.
Leopoldo se despertó con la boca seca; la garganta le pedía a gritos un trago de agua fría. Se levantó sin que su mujer se enterara. Había cantado rolas de Los Ángeles Negros con Juvenal y Ticho hasta las dos de la mañana, tomando cerveza y platicando de todo.
Caminó vacilante y buscó en la oscuridad con los pies descalzos los huaraches que estaban debajo de la mesa de la cocina. Su perro "el negro", se paró, lamiéndolo y sacudiéndose el polvo y las pulgas.
Bebió ávido, salió al patio y adivinó la hora. "Ya son las seis" -se dijo-, cuando el estallido de los cohetes en el templo del pueblo, le dio la razón-. Una nueva y poderosa descarga sacudió el silencio de la mañana cruceña. "Ora sí se le pasó la mano con los cuetes a Las Conchitas, -pensó, mientras se lavaba la boca y la cara, en la pila de agua.
Abrió el viejo ropero y sacó su camisa blanca para trabajar en el servicio de transporte mixto . Sus hijos pequeños dormían; ni el estruendo de los cohetes mañaneros los habían inquietado. Salió de su casa y tomó la calle principal.
Todo parecía sereno, todo estaba como todas las madrugadas.
Polo ya caminaba por la avenida Florencio Villarrreal, se acercaba al zócalo del pueblo.
Pasó frente a mi casa y vió al Viejo Dorantes tirado "dormir la mona", sin advertir que el borrachín del pueblo, yacía sobre un charco negruzco de sangre casi coagulada.
El plantón perredista que se manifestaba en contra de Pedro Vargas Nava y su aparente triunfo electoral, para presidente municipal, estaba en calma aparente. Los niscomes de nixtamal y pozole, bajo el enlonado estaban igual que siempre. Vio unos Sillones Acapulco, que nadie ocupaba; tenían ponchos y almohadas, para confundir a quién viera de lejos el plantón; para hacer creer que los perredistas dormitaban en ellos.
Siguió caminando y atravesando la plaza. Voltéo hacía la enorme cruz del pueblo y se persignó, pidiendo la bendición.
-¡Tú eres del plantón, eres de los revoltosos!-Le dijo el comandante tomándolo sorpresivamente por el cuello, en la esquina de la casa del Dr. Ángel Octavio.
-¡No señor, yo voy a trabajar soy chofer de una camioneta de pasaje!
-¡No te hagas pendejo, vienes de allá, del plantón!
-¡No señor yo vengo de mi casa, voy al crucero...!
-¿Qué dijiste? ¡Ya los hice pendejos!, ¡Chapulín!,-dijo gritándole a uno de sus policiás-. ¡Echa a este pendejo a la camioneta de los dijuntos, que duerma un rato con ellos, hasta que venga a darle su balazo!
El policía lo acostó boca-abajo en medio de los muertos.
-¡Abrácelos puto, a ver si como es, para andar de revoltoso es para acompañar a los dijuntos!-dijo mientras echaba la llanta de refacción encima a Leopoldo.
-¡Yo no soy del plantón señor, yo soy chofer y tengo un cuñado que es comandante de la motorizada, se llama José Cristiano!
-¡Cállese culero!- y Chapulín enterró la culata del rifle en la mano de Polo.
"Nunca debí levantarme de mi cama", -pensó Leopoldo-, al darse cuenta que los cohetones no eran de Las Conchitas para la misa de las seis y media; eran las fuerzas del estado intentando desalojar a los perredistas que tenían en su poder al ayuntamiento.
Cuando le quitaron la llanta, la sangre -aún caliente-, de los difuntos, le empapaba completamente la espalda y el abdomen.
-¡Te salvaste cabrón! Ya habló por radio, mi comandante José Cristiano. Levántate y lárgate, más vale que digas la verdad, porque si no te voy a encontrar donde te metas.
II. La Mona.
Lo vi correr hacía el asta bandera a través de una rendija de la celosía de la ventana de mi casa. Era un policía gordo y moreno de pelo indio y nariz ancha, se intentaba parapetar atrás del monumento y atacar desde ahí, a los perredistas que estaban en la galera del ayuntamiento. Antes de llegar, recibió la descarga de la escopeta de La Mona, que hizo el primer blanco desde mi Nissan, estacionada en el garage abierto de mi casa . Su pesado cuerpo quedó boca-abajo con un brazo extendido del que brillaba una pulsera de oro. Uno de sus segundos, un joven policía -que lo cubría-, se tiro al piso y pecho a tierra, avanzó tocando la esclava de oro, queriendo quitar la joya a su comandante: se quedó quieto, también fue sorprendido por la escopeta de La Mona, quedando los dos como saludándose de mano, como despidiéndose macabramente.
-¡Éntrenle hijos de la chingada, aquí está el pueblo cabrones! -gritaba una templada voz cruceña desde la galera que albergaba el ayuntamiento, al tiempo que contestaba las ráfagas de R-15, con una escopeta recortada, pero con el coraje de quién defiende lo suyo.
-¡Óra sí, nos llevó la chingada!, mi mama me lo decía..!
-¡Cállate cabrón, ni pareces hombre! - le dijo uno de los líderes viejos a Millo, uno de los más jóvenes -casi un niño-, que llorando se arrinconó en una esquina de la galera-. Con el pantalón húmedo y visiblemente sucio de excremento, se lamentaba pensando que iba a morir.
La Mona desde la Nissan seguía dando concierto de balas y su admirable arma amarrada con una liga roja gruesa, sonaba e impactaba, desconcertando a los policías que no ubicaban desde donde atacaba.
-¡Ábreme Tito, soy yo, tu primo, La Mona!
Una bala de R-15 que desperdigó esquirlas frente a mi, me hizo retroceder y retirarme de la puerta. Corrí hacía los cuartos del fondo, los impactos ahora se escuchaban contra la pared de mi casa. Los policías estatales habían ubicado la escopeta de La Mona.
Subí a la azotea y Rafael Cortés, el gerente de Somex- que era mi inquilino-, estaba sentado en la cama de su cuarto escuchando todo, en actitud de espera resignada.
El cura del pueblo, Agustín Quiñonez salió a llamar a misa, de manera temeraria sin medir consecuencias. Sus campanadas nos confundieron a Rafa y a mi, haciéndonos creer que el combate había terminado: una ráfaga violenta sacudió las paredes del templo. Allá a lo lejos, en el barrio de Playa Larga, en la capilla de Lourdes o Lurdes- que de ambas maneras suele y puede decirse-; alguién en el cerrito, contestó con más campanadas el llamado de Quiñonez, -estas campanadas sí,- arengando al pueblo a defender a los que estaban en el plantón.
-¡Rafa ya se fueron los policías, se retiraron! -le dije-. Caminamos los dos hacia la bardita de la azotea para ver hacia la calle. Vi hacía el fondo de la Cuauhtémoc solitaria. Todo parecía en calma.
-¡Cuidado, arriba, en la casa amarilla! -alcancé a ver que gritaba uno de los cuicos que estaba escondido frente a la casa de los Gatica-. Levanté los brazos en señal de paz, retirándome agachado hacía el cuarto del fondo.
-Hay que bajarnos a las habitaciones del primer piso-, dijo Rafa.
Estábamos todos, mi familia , Rafael y yo, en el cuarto pegado al curato. Por el tragaluz vimos una bota que caminaba por la barda del tejaban. Era un policía que intentaba entrar al interior de la casa.
-¡Déjennos en paz, aquí está una familia, nosotros no somos del plantón, gritó mi mujer! Escuchamos un impacto de cuerno de chivo contra la pared y el policía rodó por el tejaban cayendo adentro del curato.
Ya casi eran las doce del día y el más pequeño de mis hijos lloraba de hambre. Pecho a tierra, llegué al estante de mi tiendita y tomé un bote de leche. La balacera afuera continuaba.
III. Faky.
Se había quedado a dormir arriba del kiosko. El tropel y los carros de policías llegando y disparando en la boca-calle, le hizo tomar su arma y desde ahí, bajó contestando a los invasores. Corrió hasta la casa de Ma´ Gonche, tenía que hacerlo, sabía que eran pocos los compañeros que estaban de guardia esa mañana. Al llegar al tamarindo que estaba enfrente del kiosko, algo caliente le penetró la espalda, alcanzó a llegar y tocó. Estaba herido a la altura del hombro, sus parientes intentaban auxiliarlo; la hemorragia era intensa. El sargento conocido como el Reparador era su primo político, le abrió la puerta pero no hizo caso de la herida de Faki; tomó una silla y atisbando por las celosías de arriba de la puerta, disparó con precisión su beretta 380. En la azotea de su vecino, otro ex-militar también accionaba con mucho tino una 9 milímetros.
-En su casa pegado al ayuntamiento, Rommi Calderón y su familia, fueron desalojados por otro grupo de policías estatales, con su hermano Jorge-Licha y sus hijos pequeños. Bajaron queriendo salir por el corral de la casa de Vito Manzo su vecino. Intentaba desatar un mecate que amarraba una puerta de fierro viejo del corral que dividía las propiedades. Nervioso, no atinaba a deshacer el nudo. Un policía los veía desde arriba en la cocina de Silvia, donde defacaba.
-¡Quítate carnal! -gritó Jorge-Licha a Rommy-, tirando de una patada la puerta de fierro. Salieron a la Cuauhtémoc, casi frente a la casa de don Daniel Reynoso, a unos metros velaban el cuerpo de
Ma´ Píndola Acevedo. Los dolientes y la poca gente que les acompañaban sólo escuchaban las
descargas de todo tipo de armas.
Ya eran las 6 de la mañana, los policías del estado copaban el perímetro del primer cuadro del pueblo, dejando libre únicamente el lado norte de la calle Florencio Villarreal.
Faki sabía que si llegaba a la patrona por la parte de atrás de la casa podría sobrevivir. Los policía se dieron cuenta que alguien de los perredistas se había metido ahí, pero ninguno de ellos lo vio más.
Tres mujeres embozadas salieron abrazadas de aquella casa, doblaron a la izquierda y subieron hacía el templo de la loma; lo tenue de la luz no permitió ver a los del gobierno, que "una de ellas", iba sangrando.
IV. La escopeta.
-¡Sáquela compadre, ahí está debajo de la llanta de su carro!-me dijo El Gato, cuando terminó la batalla-.
-No compa, sáquela usted si quiere..
Los policías observaban discretamente hacía la Nissan y esperaban -para inculparme-, a que yo sacara la escopeta vieja de la liga roja: jamás lo hice.
¡No te voy a dejar aquí! -me dijo mi mamá-, voy a ir preocupada, vamos a México a vender el tamarindo y sirve que me acompañas. Obedecí y compré los boletos en la terminal de autobuses Estrella Blanca, que estaba frente a mi casa. Saldríamos por la noche.
Noriega el comandante del operativo de desalojo me vio salir y abordar el autobús con mi madre; interpretó que yo iba huyendo.
-De aquí se le disparó al gobierno.
-¿Y? -le preguntó al comandante mi tía Isaura.
-El dueño de esta camioneta es perredista...
-¡Aquí todos sómos perredistas comandante, eso no quiere decir que todos hayan matado, para lo limpio no se necesita jabón!
-Sabemos que el dueño de este vehículo participó, hay una escopeta debajo de la llanta de esta camioneta y me voy a llevar el carro consignado, deme la llave, allá lo reclaman en Chilpancingo.
-No sea ridículo comandante, -dijo el mayor médico militar J.J, Gómez-, mi compadre no dispara ni en defensa propia; la escopeta la pudo meter cualquiera; el garage es abierto. Las llaves no se le van a dar; abra el carro si quiere llevárselo, pero tomaré nota de todo lo que tiene adentro y usted va a responder por lo que se pierda.
-Con la ambición en los ojos, Noriega violó la chapa del carro con un desarmador y se llevó mi Nissan.
-¿Es usted? -me preguntó un licenciado de la procuraduría en Chilpancingo, mostrándome un foto-montaje de un tipo parecido a mi, apostado en la azotea de mi casa, con una escopeta. Esa foto también circulaba ya en la revista proceso del 15 de marzo de ese año; sólo que la que me mostraban parecía ser "original"-.
-No.-contesté-.
-¿Conoce esta arma?-y sacó una vieja escopeta amarrada con una liga roja-.
-No.
Esta bien me dijo y me dio las llaves de mi carro, fui al estacionamiento donde la tenían y vi que faltaba el autoestéreo. Quería reclamarlo pero mi madre me calló.
-¡Vamonos! -me dijo.
Llegámos a Aquel Cruz Grande a las cuatro de la tarde.
-Quiero que le pases en la narices a ese comandante, -me ordenó-. Obedecí y me paré con mi Nissan un rato frente al comandante Noriega. Mi madre lo miró fijamente. El policía no le sostuvo la mirada, se levantó de su banca de madera y se metió a la comandancia.
Por la noche tomábamos con Rafael unas cervezas en el Osmi, frente a mi casa.
-Pos si usted sabe que le matamos policías échenos presos... -Le dijo Rafael al comandante Noriega que había entrado a cenar. Tomó una mesa frente a nosotros para -claramente-, intimidarnos.
-¿Y yo para qué quiero presos políticos?-nos dijo con una sonrisa macabra-. Rafa tragó saliva y apagó el cigarro con el zapato.
-¡Vámonos Tito! dijo nervioso...
A los verdaderos PERREDISTAS.
Joaquín Ignacio.
Nicolás Pérez.
Noel Díaz "La Changa".
"El Repa"
"Mayto".
César Abelardo Ramírez Ramos.
Dr. Bertoldo Martínez Cruz.
Y... a todos aquellos que enseñaron al pueblo a luchar por la dignidad y la libertad de Cruz Grande.
*Si te gustan las historias de Aquel Cruz Grande ve al archivo del blog, que se encuentra en la parte de abajo.